Un momento antes, más allá de Barcelona se divisaba un mar de color platino, iluminado por tenues cortinas de sol; pero al salir del túnel de Vallvidrera por su boca norte, lo que emerge es un paisaje de interior, de textura frondosa y horizontes toscanos. Hoy el cielo está encapotado: la primavera se resiste. Una lluvia fina ha dejado las calles desiertas y hace frío, de modo que cuando Albert Jovell abre la puerta de su casa en Sant Cugat, un dúplex de arquitectura moderna y grandes ventanales al jardín, se agradece el calor. Es un lugar acogedor, con trazos de vida cotidiana intensa: una agradable madriguera. "Perdona el desorden, pero mis hijos tienden a ocuparlo todo", se disculpa. El mayor tiene siete años, y el pequeño, cuatro. Hay fotos por todas partes. Su mujer, María, está igual, y los niños han crecido, pero es Jovell el que más ha cambiado. Su expresión es más grave. Vestido con pantalón y jersey de color negro, destaca sobre todo su cabeza rapada. En realidad, ya no está tan calva: una incipiente pelusilla blanca cubre todo el cuero cabelludo, preludio de lo que, en todo caso, ya no será una cabellera negra como la que aparece en las fotografías. Con el cáncer ocurre con frecuencia que si el cabello que cae es negro y liso, el que sale puede ser blanco y encrespado. Misterios de la quimioterapia.
Albert Jovell, médico y enfermo de cáncer.- CARLES RIBAS
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"Los pacientes queremos que nos cuiden. Yo ya acepto que no me curen, pero me costaría aceptar que no me van a cuidar"
"He aceptado mi muerte; mi muerte joven, quiero decir. Pero no hay hipocondría y tampoco tengo miedo"
Hoy ha decidido trabajar en casa, preparando la conferencia que dará en Girona. Albert Jovell (Barcelona, 1962) es uno de los ponentes más solicitados en congresos y simposios sobre salud, porque, además de una sólida formación teórica, que incluye las carreras de medicina y sociología y un doctorado en salud pública en la Universidad de Harvard, desde 2001 reúne las dos caras de un binomio que con frecuencia aparecen enfrentadas: la de médico y paciente. Desde ambas facetas ha diseccionado la medicina con aguda y penetrante mirada, como puede constatarse en sus trabajos de investigación y en sus más de cien artículos en revistas especializadas, todos con un mismo hilo conductor: la humanización de la medicina. Desde 1999 dirige la Fundación Biblioteca Josep Laporte, creada para facilitar conocimientos de salud. Desde ella ha impulsado la Declaración de Barcelona de los derechos de los pacientes; el Foro Español de Pacientes, que también preside, y la Universidad de los Pacientes: tres iniciativas destinadas a vertebrar un mundo por definición atomizado al que Jovell ha dado la cohesión y el empuje de los que carecía. Lo ha hecho con gran derroche de energía y, desde hace cuatro años, también con cierta prisa, porque para Jovell el tiempo ha cobrado de repente una nueva dimensión, la de quien valora cada instante porque no sabe si mañana verá la puesta del Sol.
El Foro de Pacientes es una especie de hijo suyo que se ha convertido en gigante. ¿Cómo surgió la iniciativa?
Los enfermos tienen un nivel educativo cada vez más alto, quieren tomar sus propias decisiones, y para eso necesitan buena información. Con Internet disponen de una gran cantidad de información, pero poco digerible. Había que filtrarla y organizar la forma de facilitarla. La creación del foro no fue tanto idea mía como de las propias asociaciones de enfermos, que ya habían participado en la Declaración de Barcelona sobre los derechos de los pacientes. Lo creamos siguiendo el modelo del Foro Europeo, y ahora integramos a 12 grandes organizaciones de enfermos, con 617 asociaciones activas y 259.000 pacientes o familiares afiliados. Somos una plataforma de defensa de derechos de los pacientes, y nos gusta decir que nos situamos en un espacio de convergencia entre administraciones, asociaciones, empresas, sociedades científicas y ciudadanía.
Dos años después de hacerse cargo de la Biblioteca Josep Laporte le diagnosticaron un tumor de timo. ¿Influyó en la orientación posterior del Foro?
Sí, aceleró el proceso. Nosotros habíamos diseñado una estrategia más bien reactiva que consistía en plantear la perspectiva de los pacientes y observar cómo reaccionaba el sistema para ir avanzando poco a poco. Pero pronto comprobamos que había una gran receptividad, que nos encargaban estudios y nos reclamaban para congresos y conferencias. En ese contexto, el hecho de que apareciera una amenaza directa sobre mi vida contribuyó a acelerar una dinámica que de otro modo tal vez hubiera sido más pausada.
Usted dirigió un amplio estudio del que se desprende que los pacientes de cáncer en España se sienten estigmatizados, que el diagnóstico les pesa como una losa. ¿Por qué cree que es así?
Porque hay un proceso de estigmatización externa que hace que a veces se mire al enfermo como a un desahuciado, y también de autoestigmatización. A diferencia de otras enfermedades, muchos de los pacientes de cáncer, cuando reciben el diagnóstico, abandonan. Abandonan la vida no en el sentido de que se entreguen a la muerte, sino que dejan de vivir la vida que vivían. El impacto es tan fuerte que se produce una ruptura vital. La enfermedad te domina, y la sociedad, de alguna forma, te invita a abandonar cuando te aconseja que cojas la baja y te quedes en casa; cuando, con la mejor intención, te dice: tienes cáncer, ahora debes pensar en ti; haz lo que te plazca. Es una forma de decir: como vas morir, cumple tus deseos.
Y entonces dejas de ser Albert Jovell para ser, como decía Susan Sontag, "la enfermedad".
En nuestro estudio explicábamos que el paciente de cáncer sufre un proceso de despersonalización. Pasa a ser un yo-cáncer. Yo he luchado contra estas fuerzas que te empujan a recluirte. Yo he dicho: me encuentro bien, voy a trabajar. Quedarme en casa es una opción que yo agradezco, y que en un momento dado puedo necesitar; pero mientras pueda he de seguir haciendo de padre, de esposo, de amigo…, y he de seguir con mi tarea profesional. ¡Claro que el enfermo de cáncer tiene derecho a quedarse en casa! Pero también tiene derecho a…, como lo diría, a…
A decirle al mundo que va a luchar.
Exactamente. Recuerdo que cuando iba a iniciar la quimioterapia hablaba con un amigo de cómo iba a repercutir sobre mi imagen el perder el pelo, de cómo lo iba a llevar. Tengo el cuerpo lleno de cicatrices por las operaciones, pero no se ven. En cambio, la caída del cabello es como llevar un letrero: "Enfermo de cáncer". Mi amigo me dijo algo que me ayudó mucho: has de plantearte que el letrero que llevas es el del orgullo de luchar contra el cáncer.
Es sorprendente cómo perdura el estereotipo negativo, cuando ahora mismo se curan más enfermos de los que se mueren. ¿Por qué cree que ocurre?
Por muchos motivos, entre otros porque seguimos utilizando un lenguaje estigmatizador. Del terrorismo decimos que es el cáncer de la sociedad, no decimos que es el infarto o el ictus de la sociedad. Ese lenguaje implica un poso cultural que acaban interiorizando los propios enfermos. Naturalmente, también influye que todos hemos tenido un precedente en la familia que ha terminado mal.
El hecho de que sea médico y paciente al mismo tiempo, ¿es una ventaja o una desventaja?, ¿cómo afecta a su relación con sus médicos?
El elemento crucial de esa relación es la confianza. Si no confías en tu médico tienes un problema. Y tan importante como que tengas confianza es que él lo sepa. Yo se lo recuerdo a menudo a los míos. Yo me he implicado mucho siempre, aunque al principio no me fue bien porque el mío era un caso muy raro, había mucha incertidumbre, y eso dificultó la comunicación. Busqué segundas opiniones en el extranjero y fue terrible, porque no coincidían y además todos advertían de que no tenían experiencia. Pero conforme han ido apareciendo más tumores me he reafirmado en la idea de que tenía que ser parte de mi equipo médico por dos razones: porque quiero dejar el mensaje a mis hijos de que he hecho todo lo posible y porque quiero reforzar a mis médicos en las decisiones que toman.
En su caso pueden hablar de igual a igual. Pero muchos pacientes llegan a la consulta con mucha información, pero a veces errónea, lo que coloca al médico en una doble tesitura: convencerles de que están equivocados y ganarse su confianza.
El problema es que no tiene tiempo para hacerlo. Por eso ahora acabamos de crear la Universidad de los Pacientes, siguiendo el Patient Expert Program británico, con la que nos proponemos formar a los enfermos y a sus cuidadores para que puedan cribar mejor la información y enseñarles a preparar la visita médica; por ejemplo, haciendo una lista de las cosas que quieren preguntar. Muchos pacientes tienen grandes dudas sobre su proceso, y cuando llegan a la consulta del médico se bloquean y no preguntan lo que quieren saber.
Usted plantea en muchos artículos que el imperativo tecnológico está deshumanizando la medicina. ¿Qué le llevó a esta reflexión?
Mi padre. Su ejemplo como médico y también la forma en que murió. Padeció varios tumores y tuvo un final muy triste desde el punto de vista médico. Él tenía un concepto muy social de la medicina. Venía de un pueblo de Lérida, de origen humilde, y no tenía grandes ambiciones materiales, de modo que se fue a ejercer en uno de esos barrios obreros de aluvión a los que llegaban emigrantes por miles. Un barrio de Sabadell. Era médico de la Seguridad Social, pero en aquella época no había servicio de urgencias ni guardias, de modo que mucha gente pagaba una pequeña iguala al médico. A veces le pagaban en especie y a veces no le pagaban. Él acudía a cualquier hora que le llamaran, fuera sábado o fuera domingo; muchas veces mi hermana y yo le acompañábamos. Se podría decir que crecimos en un consultorio, viendo un tipo de medicina pobre en tecnología, pero rica en valores humanos, que luego no encontré ni en la facultad ni en el hospital. Cuando una persona se ha entregado tanto a sus pacientes es triste que al final no reciba lo mismo que él ha dado.
¿Qué ocurrió?
Supongo que el hecho de que el enfermo sea médico y que sus hijos también lo sean provoca una cierta prevención. Él realmente no planteaba problemas; de hecho, más bien tiró la toalla, y fui yo quien tuvo que negociar muchos aspectos de los tratamientos. Pero cuidando de mi padre observé muchas carencias; por ejemplo, que en la planta en que estaba ingresado había 28 camas y sólo dos personas de guardia por la noche. Una vez me llamó mi padre para decirme que le estaban poniendo quimioterapia cuando ya había dicho que no quería ningún tratamiento más. Si un paciente bien informado toma esa decisión, los médicos han de respetarla, ¿no? En la fase final, aunque encontramos quien nos ayudó, eché en falta que algún compañero de profesión se sentara a su lado, porque mi padre era una persona muy reservada. A eso me refiero cuando hablo de falta de humanidad.
Por eso defiende la "medicina basada en la afectividad", término que ha hecho mucha fortuna.
Tenemos un sistema de valoración de los profesionales que incide mucho en los aspectos científicos, dando por hecho que la asistencia se presta bien, pero no siempre es así. Si nadie se encarga de valorar los aspectos asistenciales significa que para el sistema no tienen valor, y la prueba es que no hay indicadores hechos por pacientes sobre calidad asistencial. Al final, lo que los pacientes queremos es que nos cuiden. Yo ya acepto que no me van a curar, pero me costaría aceptar que no me van a cuidar. Hay estudios que demuestran que recibir buenos cuidados aumenta no sólo la calidad de vida, sino también la supervivencia de los enfermos de cáncer.
En la deshumanización de la medicina ¿no influye también la organización?
La organización sanitaria sigue un modelo industrial en el que se prima la productividad y la cantidad por encima de la calidad; al que se llega mayoritariamente por urgencias, y que consiste en llenar agendas y salas de espera. Si nos preguntaran a los pacientes, ciertamente no elegiríamos este modelo, sino otro en el que los médicos tuvieran más tiempo para la consulta, para estar al día y para investigar. Ahora cada vez es más difícil que al paciente crónico le atienda siempre el mismo médico, y no está garantizada la continuidad asistencial entre diferentes niveles. Por eso una de nuestras peticiones es tener un médico responsable, una especie de tutor que se responsabilice de la historia clínica y ayude al paciente a tomar las decisiones.
Pero parece que los médicos cada vez controlan menos la organización asistencial.
Hemos hecho un informe sobre la profesión médica para la Fundación Alternativas en el que planteamos algo que creo que no va a gustar, y es que el contrato social de los pacientes es con los médicos, no con los políticos. Uno de los problemas de la medicina es que hemos convertido a los médicos en asalariados y ahora forman un colectivo profesional insatisfecho, desmotivado, mal pagado, y como los gestores saben que es así permiten incumplimientos en el horario y la dedicación que de otra forma no se tolerarían. El sistema no es capaz de distinguir entre el médico que trabaja bien y el que lo hace mal, y aunque tenemos leyes muy avanzadas, no se cumplen. Por ejemplo, tenemos regulado el consentimiento informado, pero la información es tan deficiente que yo lo llamo el consentimiento firmado, porque parece que lo único que se busca es la firma. Necesitamos despolitizar la sanidad
Usted es un médico y un paciente atípico. ¿Por qué se decidió por la reflexión y la docencia en lugar de ejercer, como su padre?
Creo que me desilusioné durante la carrera. La vida hospitalaria me pareció fría, competitiva, distante…, en la que no había enfermos, sino enfermedades. Yo venía de una relación médico-paciente muy diferente, en la que el médico es una especie de consultor-amigo que se hace cargo de la salud de la familia. También contribuyó que en mi círculo de amistades había otras profesiones que aportaban una visión muy distinta, más próxima a la vida real. Así que cuando terminé medicina decidí hacer sociología. Necesitaba una visión más global, más completa. Una de las cosas que más me habían molestado de medicina es que había dejado de escribir bien.
En sus artículos hay muchas referencias literarias, y cita a menudo a Coetzee. En su novela 'La edad de hierro', una anciana blanca a la que han diagnosticado un cáncer terminal acoge en su casa a un mendigo negro completamente alcoholizado para tener alguien a su lado cuando muera.
Me gusta mucho Coetzee porque es muy realista, pero de un realismo muy poco adjetivista. Es un escritor que, con una economía sintáctica impresionante, te obliga a reflexionar sobre la condición humana. En Elizabeth Costello hace una disección magnífica, con una ironía muy provocadora, de la sociedad en que nos movemos los universitarios. Me gusta mucho este tipo de literatura tan directa. Hay gente que lo encuentra pesimista, pero yo no creo que ésa sea la palabra que mejor lo define. Creo que es realista, y además nos muestra que la realidad tiene caras ocultas. Yo vengo de una cultura del cuestionamiento permanente y por eso me gusta este tipo de literatura. Cuando estudiaba en Harvard nos invitaban a cuestionarlo todo. Si había 18 opiniones a favor de algo y dos en contra, éstas eran las que interesaban. Aquí, en cambio, cuestionar las cosas crea incomodidad, hay gran resistencia a la crítica.
¿Cómo fue a parar a Harvard?
Al terminar la carrera trabajé un año en una empresa farmacéutica, los laboratorios Almirall. Estaba muy bien, pero no era lo que yo quería hacer. Un día asistí a una conferencia de Jesús de Miguel, que había estudiado sociología de la medicina en EE UU, y al terminar le dije algo así como: mire, yo he estudiado medicina y sociología, pero los médicos no me entienden y los sociólogos me miran con recelo, ¿qué puedo hacer? Y él, sin dudarlo, me dijo: "Tú lo que tienes que hacer es ir a Estados Unidos". Luego me ayudó mucho. Conseguí una beca de La Caixa y otra del Ministerio de Educación, y estuve preparando la estancia durante dos años, con mucha calma, porque quería ir con mi mujer.
¿Es cierto que, cuando ya llevaba 10 años de universidad, sus mentores de Harvard le dijeron: señor Jovell, es usted un joven sobradamente preparado; ahora, a trabajar?
Algo parecido. Fue cuando quise hacer el doctorado en un departamento en el que sólo admitían a cinco personas. Mi mujer tenía una beca de cuatro años y yo ya había hecho dos másters, pero quería hacer el doctorado. En ese momento había en EE UU un debate muy intenso sobre los derechos de las minorías, de modo que admitieron a una persona por su orientación sexual y a otras dos por su etnia; quedaban dos plazas para blancos caucásicos. Me rechazaron alegando que ya estaba sobrecualificado y tenía varias ofertas de trabajo. Insistí, y entonces me dijeron que si conseguía un tutor podría hacer el doctorado. Me lo dirigió Sol Levine. Nada más terminar decidí volver a Barcelona para estar con mi padre.
¿Cómo fue la vuelta?
Al principio, insufrible, la verdad. Mi mujer y yo estuvimos un año llamando a las puertas del sector sin conseguir trabajo, lo cual era bastante irónico, porque mientras en EE UU estaba en el job market [mercado de trabajo], aquí no tenía ninguna consideración. Lo pasamos muy mal. Finalmente, mi mujer entró en el Servicio Catalán de la Salud y yo en la Agencia de Evaluación de Tecnología Médica. A partir de ahí, ya todo fue muy bien.
En 2001 apareció la enfermedad. ¿Pensó en su padre cuando le diagnosticaron?
Sí, y siempre me he identificado con él. Ahora entiendo más muchas de las actitudes contra las que yo me rebelé; por ejemplo, la resignación o la aceptación de lo que él percibía como inevitable y que yo me negaba a aceptar. La verdad es que fue un golpe muy duro, y no tanto por mí como por mi mujer y mis hijos. Yo tengo la sensación de haber vivido mucho, de haber hecho muchas cosas. He tenido una vida muy intensa. Esa intensidad con la que mi mujer y yo hemos vivido juntos estos años nos une mucho. Ahora soy muy consciente de que el pronóstico es malo, que mi vida tiene fecha de caducidad.
¿No irá a tirar ahora la toalla?
Desde luego que no. Pero tener mal pronóstico significa que hay que tomar ciertas decisiones, hacer previsiones de futuro para que los niños estén bien atendidos, preparar las cosas. Eso es en lo que mi mujer y yo estamos trabajando, porque somos conscientes de que en cualquier momento ese mal pronóstico puede tener consecuencias. Y quiero decir que si ya es difícil ser paciente médico, más difícil aún es ser mujer médico de médico paciente y madre de dos niños pequeños.
En la película 'Mi vida sin mí', Isabel Coixet ha condensado en una bellísima escena lo difícil que es para un médico dar las malas noticias. También plantea el deseo de continuar, de algún modo, responsabilizándose de lo que ocurre después de morir, con esas cintas en las que graba mensajes para los futuros cumpleaños de sus hijas. ¿Ha hablado con sus hijos de su enfermedad?
No, son demasiado pequeños, pero sí que les dejo escritas mis vivencias: una autobiografía titulada Bajo el signo del cáncer, sobre el proceso que nos llevó a Estados Unidos, la vuelta, la enfermedad…, para que entiendan el porqué de muchas de nuestras decisiones. Hemos procurado que no sufrieran las consecuencias de mi situación. Por ejemplo, antes de empezar la quimioterapia, como era previsible que les impactaría ver cómo perdía de repente el cabello, mi mujer compró una máquina de cortar el pelo, y un día nos cogió a los tres y nos dijo que nos iba a poner a la moda. A ellos les hizo gracia y yo me evité un mal trago. Hemos decidido no explicarles nada hasta que las cosas sean muy evidentes.
¿Ha cambiado su visión de las cosas?
En un aspecto ha cambiado de forma radical: he aceptado mi muerte. Mi muerte joven, quiero decir. Creo que ya no puedo esperar de la vida mucho más. Pero no hay hipocondría y tampoco tengo miedo. Acepto que he tenido mala suerte, pero la enfermedad también me ha reforzado. Observo las cosas con más distanciamiento.
¿Una especie de serenidad expectante?
Sí. La resignación existe. Piensas: así es la vida, unos mueren de cáncer y otros de sed en una patera a la deriva. No es algo que nos tenga que ocurrir a todos, pero a algunos nos ocurre, y entonces te parece absurda la obsesión por vivir mucho tiempo. Hay que aceptarlo, y no tiene mucho sentido desesperarse antes de hora. Eso sí que lo tengo claro, no vivo con angustia. Hay momentos en que estoy muy triste y hasta me pongo a llorar, pero creo que lo llevo con dignidad, de manera que no sea una carga para nadie. También hay un redescubrimiento de la vida interior y un mayor compromiso. No estoy reclamando más asistencia para mí, que tengo una buena asistencia; la estoy reclamando para todos los pacientes, y sobre todo hago todo esto porque creo que mis padres me dejaron una sociedad mejor que la que ellos encontraron. Yo les debo lo mismo a mis hijos.
Es admirable la cantidad de energía que ha acumulado luchando contra el cáncer.
Es mejor gastarla en hacer este tipo de cosas que martirizar a la gente o martirizarte a ti mismo. Al convertirte en enfermo puedes volverte egoísta y llegar a ser desagradable con los demás, que no tienen la culpa de lo que te ocurre. Yo procuro ser afable. Soy bastante emotivo, pero también soy irónico y sé distanciarme bien de las cosas. Puedo vivir con bastante frialdad lo que la gente vive con mucha tensión. Y paradójicamente, tengo mucho más tiempo para hacer lo que quiero porque mentalmente tengo muy despejado el cajón de los problemas.
Explíqueme eso…
La gente gasta mucha energía en odiarse, en crearse problemas perfectamente evitables, en cosas banales. Yo parto de la idea de que no tengo que tener problemas: ¡ya tengo un problema! Y por tanto, cuando alguien me viene con uno nuevo intento situarlo rápidamente en un contexto resolutivo: a ver, ¿tiene solución o no la tiene? Si no la tiene, no gasto más energía. Tengo las prioridades muy claras. Pienso: aquí hay dos niños, y cuanto más tiempo disfruten de su padre, mejor; por eso ahora lo que quiero es ganarle tiempo a la enfermedad para estar con ellos. El mejor regalo que me hicieron las pasadas navidades fue el informe del profesor que decía que mi hijo pequeño era un niño muy feliz.
¿El concepto de felicidad también cambia cuando estás enfermo?
Ahora me conformo con cosas muy sencillas. Ya me han dado premios, ya he tenido reconocimiento profesional, me siento colmado. Para mí, el verdadero héroe es el médico que, como hacía mi padre, se pasa la tarde del domingo estudiando mi caso.